El modelo de urbanización, que prevaleció desde la Revolución Industrial, separó los espacios destinados al trabajo, al ocio y a la vivienda, posibilitado por la creciente oferta y el estímulo al uso de automóviles privados, requiriendo para ello la construcción de diversas y costosas infraestructuras. Este esquema suburbano generó ciudades extensas, fragmentadas y desiguales, donde el crecimiento espacial superó ampliamente al demográfico. Autores como Jacobs, Lefebvre y Harvey, criticaron este modelo por debilitar la vida comunitaria, limitar la apropiación del espacio urbano y profundizar las desigualdades sociales.
Henri Lefebvre introdujo la noción del “Derecho a la Ciudad”, entendida como el derecho de los habitantes a un entorno urbano justo, habitable y participativo, que priorice las necesidades colectivas por sobre los intereses económicos. Su planteo dio lugar a una amplia reflexión teórica que inspiró distintas corrientes contemporáneas del urbanismo. Entre ellas se destacan:
El Nuevo Urbanismo (NU), surgido en los años 70 como reacción al modelo suburbano estadounidense. Esta corriente propone una ciudad compacta, diversa y accesible, donde los usos del suelo se mezclen y las distancias permitan prescindir del automóvil. Este enfoque busca revitalizar las comunidades, reducir la segregación y fomentar la sostenibilidad. La “Ciudad de los 15 minutos”, de Carlos Moreno (2016), es una versión actualizada de estos principios, centrada en la proximidad, la equidad y la calidad ambiental.
El Smart Growth (SG) o “crecimiento inteligente”, desarrollado en los años 90, plantea una planificación urbana orientada a la sostenibilidad y la eficiencia. Se apoya en tecnologías digitales y en la gestión de datos para optimizar el uso del suelo, promover la densificación y reducir la dependencia del transporte automotor. Su objetivo es equilibrar las tres “E”: economía, energía y ecología. Aunque enfrenta críticas por su énfasis tecnocrático, el SG propone indicadores útiles para evaluar el desarrollo urbano, como la accesibilidad al transporte, el acceso a servicios públicos y la densidad poblacional.
En contraste, la expansión suburbana asociada a la “ilusión de la calidad de vida” ha generado efectos adversos. Si bien las familias buscan mayor seguridad, espacio y contacto con la naturaleza, este modelo implica altos costos económicos y ambientales: requiere más infraestructura por habitante, aumenta las emisiones contaminantes, fragmenta ecosistemas y refuerza la segregación social. Además, desde una perspectiva económica, la suburbanización externaliza costos —como el mantenimiento de redes de agua, energía o transporte— que finalmente recaen sobre el conjunto de la sociedad. Algunos autores la describen como un sistema “cuasi-ponzi”, ya que su expansión continúa pese a la incapacidad de financiar su propio sostenimiento.
Caso Bahía Blanca
Bahía Blanca es una ciudad intermedia y cuenta con unos 334.000 habitantes (Censo 2022). Aunque su crecimiento demográfico fue moderado, su expansión territorial fue desproporcionada: entre 2010 y 2020 la población creció un 11%, mientras que la superficie urbanizada aumentó un 38%. Este proceso reproduce el modelo suburbano, con baja densidad, zonificación rígida y alta dependencia del automóvil. En el mismo sentido, el último informe de la Fundación Tejido Urbano, la evolución de la densidad poblacional de Bahía Blanca en el período 2018-2023 fue inferior al resto de las ciudades del país. Alcanzando una variación positiva del 0,5% frente a otras ciudades intermedias, por ejemplo, Mar del Plata con 1,9% o Santa Rosa con el 3,8% en el mismo período.
En el caso de Bahía Blanca, específicamente hablando de transporte público, según un trabajo de Volonté (2019), la ciudad experimentó una merma en la cantidad de personas que utilizan este medio de transporte entre el año 1996 y 2014 del orden del medio millón anuales. Fenómeno que se vió contrastado con un aumento, desde el año 2004 hasta el 2019, del patentamiento de automóviles. Todo lo anterior refuerza una especie de desconsolidación, proceso en el cual las poblaciones se desplazan hacía territorios en el periurbano con provisión ineficiente de servicios públicos que genera un reemplazo, en este caso, por el automóvil privado.
Hay entonces déficits estructurales en la provisión de servicios públicos —agua, cloacas, transporte, energía— y un retroceso del transporte público en favor del automóvil privado. Estas condiciones refuerzan la fragmentación socioespacial, dificultan la integración de los sectores populares y aumentan los costos de mantenimiento urbano.
En 2024, el municipio inició la revisión del Código de Planeamiento Urbano (CPU) mediante talleres participativos, buscando adaptar la normativa a las nuevas dinámicas urbanas y revertir los efectos de la expansión descontrolada. Sin embargo, la falta de información actualizada y la ausencia de un plan integral reciente limitan las posibilidades de planificación.
Conclusiones
El crecimiento urbano disperso, basado en el automóvil y en la lógica del mercado inmobiliario, es ambiental, social y económicamente insostenible. Frente a esto, se propone avanzar hacia modelos compactos, con usos mixtos, mayor densidad, mejor acceso a servicios y transporte público eficiente.
La ciudad debe concebirse como un espacio común y no como un conjunto de enclaves privados. El desafío radica en reorientar las políticas urbanas hacia la justicia socioespacial, la sostenibilidad ambiental y la recuperación del sentido colectivo del espacio urbano, internalizando los verdaderos costos del desarrollo y priorizando el bienestar ciudadano sobre la expansión física.
